Lo que he aprendido fotografiando bodas

Con los años, detrás de la cámara y entre cientos de historias, he descubierto que fotografiar una boda es mucho más que hacer fotos bonitas. Es estar atento a lo que sucede delante… pero también a lo que sucede dentro: en las miradas, en los nervios que aflojan con un abrazo, en las manos que buscan otras manos sin darse cuenta.

He aprendido que cada pareja tiene un ritmo, un lenguaje y una forma de quererse. Que no existe la boda perfecta, pero sí esos momentos perfectos que nadie planifica: la risa que explota porque sí, la lágrima que se escapa cuando nadie la espera, la caricia en mitad de un baile. Y que mi trabajo no es inventarlos, sino reconocerlos cuando aparecen, aunque duren un segundo.

También he aprendido que la confianza lo cambia todo. Cuando una pareja se siente cómoda, cuando se olvida de la cámara y simplemente vive, es cuando ocurre la magia. Por eso intento estar, pero no estorbar; acompañar, pero no dirigir; mirar, pero sin interrumpir lo que nace solo.

He aprendido que una boda no se fotografía solo con técnica, sino con sensibilidad. Con paciencia. Con la capacidad de ver más allá del vestido, las flores y el lugar. De escuchar incluso lo que no se dice: los silencios antes de entrar a la ceremonia, el suspiro de la madre que no quiere soltar la mano, las risas de un grupo de amigos que llevan toda la vida juntos.

Y, sobre todo, he aprendido que este trabajo es un privilegio. Que me dejéis entrar en uno de los días más importantes de vuestra vida es algo que valoro profundamente. No solo por las fotos que salen de ahí, sino por lo que queda: un pedazo de historia que se convierte en memoria para siempre.

Cada boda me enseña algo nuevo. Cada pareja me recuerda por qué sigo haciendo esto con la misma ilusión del principio.

Y mientras siga emocionándome detrás del visor, sabré que estoy en el lugar correcto.